Supongo que a muchos lectores de esta glosa dominical no les será extraño este
bolero de Los Panchos: “Contigo aprendí que existen nuevas y mejores emociones… a
conocer un mundo nuevo de ilusiones, aprendí que la semana tiene más de siete días, a
ser mayores mis contadas alegrías, y a ser dichoso yo contigo aprendí… a ver la luz del
otro lado de la luna… que tu presencia no la cambio por ninguna… las cosas buenas yo
contigo las viví, y contigo aprendí que yo nací el día en que te conocí”.
Si Zaqueo -el recaudador de impuestos- hubiera conocido el bolero, bien podría
haberlo hecho propio. El encuentro con Jesús en Jericó transformó radicalmente su vida,
le supuso “nacer de nuevo”. Cayó en mis manos hace días un proverbio que dice así:
“Si oyes decir que una montaña ha cambiado de lugar, puedes creerlo; pero si te dicen
que un hombre ha cambiado su forma de ser no te lo creas”. El evangelio de hoy
desmiente totalmente la afirmación de este proverbio. Zaqueo es la prueba evidente de
lo que podemos llamar “proceso de conversión”. Dos vidas -hasta el momento ajenas-
quedan entrelazadas para siempre y este encuentro tiene consecuencias personales y
sociales. Jesús toma la iniciativa, Zaqueo abre su casa como lugar de encuentro… y
la vida se recrea.
No es una historia ajena a nosotros: Jesús está vivo y pasa por nuestras vidas
constantemente; recorre las calles, entra en nuestros comercios… y se hace presente en
los acontecimientos; pero sólo el sediento, el que busca -aunque sea desde la curiosidad-
termina encontrándolo. Los ojos de Jesús se levantan o se abajan para mirar al que le
busca, y se da por entero al que le abre la puerta. ¡Qué alegría ser encontrado y mirado!
Con una mirada ya somos pagados, pero la mirada no se queda ahí, sino que da paso al
encuentro, a la fiesta, a una comida en casa de un pecador. Toda Eucaristía es amor
compartido en torno a una mesa. Y, tras el encuentro, la vida se hace nueva: no puede
haber ya otra salida posible más que partir y repartir el pan con el hambriento. La
salvación ha acontecido, lo perdido ha sido encontrado, y ahora, el encontrado sale a
buscar a los perdidos y necesitados.
Jesús no mira como mira todo el mundo. Ve lo que nadie ve, y en Zaqueo ha
visto un corazón suficientemente maduro para la conversión. La misericordia de Jesús
se transforma ahora en perdón, y éste es la fuerza que devuelve a la vida de Zaqueo la
humanidad perdida. Cuando todos le miran mal Jesús le mira con buenos ojos, y cree en
él. Así es Dios: amor y misericordia son su esencia. El texto del libro de la Sabiduría
que leemos como primera lectura no puede ser más significativo: “Te compadeces de
todos… cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan… amas a
todos los seres y no odias nada de lo que has hecho… a todos perdonas porque son
tuyos, Señor, amigo de la vida”. “Amigo de la vida”, ¡qué magnífica descripción de
Dios!, que “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
¿Señor, te diremos convencidos, alguna vez, aquello que tantas veces cantamos:
“Toma mi vida, hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo…”?
Luis Emilio Pascual Molina