NO ES DIOS DE MUERTOS

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Cuando profesamos la Fe decimos en el Credo: “Creo en la Resurrección de los
muertos y en la Vida Eterna”. Es una verdad que proclamamos ante el desconcierto, el
estupor o el dolor en que nos sume la muerte de un ser querido o la expectativa de la
propia muerte. Y es que los que intentamos vivir como cristianos, peregrinando por este
mundo, vivimos “en espera de la Resurrección”. Casi al final del año litúrgico se nos
invita a pensar en esta verdad; a confirmarla, a pesar de la aparente oscuridad o silencio
que podemos experimentar. El misterio de la muerte acompaña la vida del hombre y, en
cierto sentido, es el misterio mismo del hombre. Los saduceos, en tiempos de Jesús, no
creían en la resurrección, y hoy también existen muchos “saduceos”. Se dirigen a Jesús
con la pretensión de ridiculizar su enseñanza proponiéndole un hipotético e irreal caso;
Jesús les responderá con un “acto de fe” en el Dios de la Vida: el “Dios de Abraham, de
Isaac, de Jacob. No es Dios de muertos sino de vivos” (Lc 20, 38).
La certeza de la resurrección y la experiencia del amor de Dios, estimuló a los
hermanos Macabeos a permanecer fieles al Señor hasta la muerte. La primera lectura de
hoy puede considerarse como el “acta martirial” de estos hermanos en presencia de su
madre. Afrontan el martirio antes que renegar de su fe porque creen firmemente en la
resurrección: “Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros
padres… Tú nos arrancas la vida presente; pero cuando hayamos muerto… el Rey del
universo nos resucitará para la vida eterna… Vale la pena morir a manos de hombres,
cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…”. Estas palabras nos estimulan en
nuestra vida de Fe, en nuestra lucha del día a día. No hay temor ante la muerte, ni ante
el martirio, pues si bien el hombre puede destruir la vida terrena, Dios tiene el poder de
resucitar para la Vida Eterna. Lo recordamos gozosos cada vez que hacemos memoria
de la muerte por causa de la fe de algún hermano nuestro en el día de su beatificación o
canonización, o en el día de su fiesta litúrgica.
A la luz de la resurrección de Cristo la vida cristiana adquiere nueva perspectiva.
La fe en la resurrección nos da la alegre esperanza de la plenitud; por eso el salmista
puede cantar con gozo: “… y al despertar me saciaré de tu semblante, Señor” (Sal 16).
No sabemos cómo será ese mundo nuevo, pero su noticia nos abre a la esperanza y a la
afirmación de todo lo verdadero, bueno, noble y justo. Bien claro lo dijo Pablo: “Si sólo
para esta vida está puesta nuestra confianza en Cristo somos los más desgraciados de
los hombres. ¡Pero no!, Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que
murieron” (1 Cor 15, 19s). Y Jesús afirmará de sí mismo ante Marta, en la muerte de
Lázaro: “Yo soy la Resurrección y la Vida… El que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 25).
¡Esta es nuestra Fe! ¡Esta es la Fe de la Iglesia que gozosamente profesamos!
Una iglesia que hoy está de fiesta porque celebra el Día de la Iglesia Diocesana,
una familia en la que todos contamos y todos somos necesarios: “Sin ti no hay presente;
contigo hay futuro. Somos una gran familia contigo”.

Luis Emilio Pascual Molina