“Un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”. Así se presentó, la tarde
del martes 19 de Abril de 2005, Benedicto XVI, en el balcón de San Pedro. El tema de
la viña es recurrente en la Escritura, porque ofrece una imagen muy sugerente para
hablar de la acción de Dios a favor de su pueblo -su viña-: las atenciones del dueño, los
trabajos que en el terreno, o con la poda, se efectúan para que dé fruto abundante, la
necesidad de operarios en tareas diversas, la paciencia en la espera de la cosecha… Los
profetas ya usaban esta imagen, y tres parábolas en torno a la viña venimos escuchando
en la eucaristía dominical estos domingos: los llamados a distintas horas a trabajar en la
viña, los dos hijos que el padre envía a la viña, y hoy este -en principio- descorazonador
relato que revela la soberbia humana.
La “canción de la viña” es uno de los cantos más sublimes de la literatura del
Antiguo Testamento; el pueblo la cantaba desde que Isaías la compuso. Por eso entiende
perfectamente lo que Jesús quiere decir. El Reino de Dios -la viña- nos ha sido dado ya
a nosotros para que entre todos lo cultivemos, lo cuidemos y lo hagamos crecer. Somos
colaboradores para que, cuando vuelva el dueño, los frutos estén en su sazón. Pero hay
mucho más, pues en el mismo “obrar” encontramos la “recompensa”: todos tenemos
experiencia de que en el ejercicio del amor encontramos la vida.
Ocurre que, en nuestra libertad, podemos o entorpecer la acción de Dios o desear
apropiarnos de la viña -que no es nuestra-. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… mi
Padre es el viñador… sin mí no podéis hacer nada”. Son palabras directas, sin medias
tintas, ya que el Reino de Dios y el Dios del mundo se manifiestan en Jesús. Los sabios
y entendidos desprecian al que es la “piedra angular”; desprecian a Jesucristo; y lo
hacen porque no pueden aceptar el mensaje de amor del Evangelio. Pero tranquilos, se
plantará una nueva viña que producirá frutos, obras de justicia y santidad.
Hoy también se desprecia, menosprecia o se hace mofa de Dios. Dios -se dice en
algunos foros- no es necesario, o es algo privado. Pero quien declara inútil a Dios en su
vida suele terminar perdiendo el sentido de la misma; termina sin saber “por qué y para
qué” vive, preocupándose sólo y exclusivamente por “cómo” vivir: tener más, ser más,
etc. La humanidad, cuando pierde la presencia del Dios que guía la historia, termina por
no saber qué es lo que debe hacer y pierde el sentido del bien y del mal.
Lo avisaba el Beato Papa Pablo VI hace más de cuarenta años, y hoy habría que
repetirlo con más fuerza para que lo escucharan los gobernantes y muchos creadores de
opinión: “… podemos organizar el mundo sin Dios, pero nos daremos cuenta que lo
estamos construyendo contra el hombre”. Las consecuencias están a la vista.
Que San Francisco, el poverello de Asís, al que hoy celebramos, nos re-sintonice
con Dios y con su creación, y nos indique el camino de una auténtica renovación a nivel
personal, pero también eclesial y social.