Dios, que ha hecho al hombre libre, respeta siempre esta libertad. Por eso todo el obrar del hombre, todo su discurrir en la vida, está sujeto a una elección libre, de la cual se hace responsable. Y no da igual la opción elegida porque la vida sólo se vive una vez, con cada decisión construimos nuestro futuro, hay oportunidades que no vuelven y hay opciones que destruyen gravemente. Los seres humanos deseamos ser felices; es natural e instintivo. Dios nos ha creado para ser felices, pero ¿dónde está la felicidad y cómo conseguirla? Ante las diversas formas que nos proponen, la Iglesia, siguiendo a Jesús, ofrece las Bienaventuranzas como camino de felicidad. ¿Es utópico el “programa” de Jesús? Será o no utópico según la acogida que tenga en el corazón del hombre: si pone la felicidad en el poder, el placer y el dinero, el programa de Jesús continuará siendo un sueño irrealizable; el que cree en una sociedad más justa, más limpia y más bella, y colabora con sus actitudes y con sus talentos, está haciendo posible estas palabras de Jesús. La sociedad de la abundancia produce bienestar, pero no felicidad, y sabemos que la felicidad de oropel es falsa y engaña al corazón: en los países ricos no se muere de paludismo o malaria, se muere de vacío, estrés y desencanto.
El mensaje de Jesús rompe con los esquemas de felicidad del mundo; pues su código de felicidad es tremendamente paradójico, y Él mismo será el exponente de esa paradójica felicidad: en su vida humilde, en su obediencia al Padre y en su muerte de cruz, encontrará su vida plena de resucitado. Al proclamar las Bienaventuranzas produjo desconcierto; hoy, en pleno siglo XXI, el mensaje sigue siendo extraño, pero es verdad, y nuestra experiencia lo atestigua: la verdadera felicidad se encuentra en Jesucristo muerto y resucitado, que ofrece Vida Eterna, vida sin muerte, a los que creen en Él.
El Evangelio, hoy y siempre, suena como bendición o como denuncia, según sea la disposición del oyente: ¿dónde estoy yo ante esta Palabra? Porque la clave de lectura está en el modo en que yo me dispongo ante ella: ¿prescindo de Dios o pongo en él mi confianza?, ¿cuento con Él, o soy yo el dios de mi vida? El profeta Jeremías lo explicita con toda claridad: “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor… Bendito quien confía en el Señor y en Él pone su confianza…”. El salmista ha vivido esta misma experiencia y sabe que “el camino de los impíos acaba mal”, pero para el justo -el que se ajusta a la Ley del Señor- “cuanto emprende tiene buen fin” (Sal 1). Y no se trata de una amenaza, sino de la funesta o dichosa consecuencia de nuestra elección: ¿quién no ha experimentado la “aridez del desierto” en algunas ocasiones, y quién -en otras- no ha sentido fuerzas renovadas y dicha sin fin, aún en medio de las mayores dificultades y persecuciones?
¡Qué oportuna hoy la Campaña de Manos Unidas (y van 63) para refrescarnos la llamada a la caridad auténtica con aquellos que ni conocemos ni conoceremos, pero que son mis hermanos y están necesitados! Porque “Nuestra indiferencia los condena al olvido”, como reza el lema de este año. El que cree y confía plenamente en el Señor es dichoso; y aquél que cumple el mandamiento de la caridad es dichoso para siempre.
13-febrero-2022