Se cuenta que en los alrededores de la estación del ferrocarril de una gran ciudad malvivía un grupo de personas sin hogar. Entre ellos llamaba la atención un joven alto y delgado. Alguien observó que cuando se veía más golpeado por la vida el joven sacaba de su bolsillo un papel desgastado y lo leía. Su rostro se iluminaba mientras guardaba cuidadosamente el papel. ¿Qué decía esa misteriosa hoja? Sólo una frase estaba escrita: “La puerta de casa siempre estará abierta”. Era lo que guardaba de una carta que hacía tiempo le escribió su padre. Cuentan que una tarde dejó la calle y emprendió el camino a casa; cruzó el umbral de la puerta y silenciosamente se metió en la cama. Cuando a la mañana siguiente se despertó, lo que vio fue el rostro sonriente de su padre, que llevaba un buen rato contemplándolo. En silencio se abrazaron.
El salmista proclama desde su propia experiencia: “Gustad y ved qué bueno es el Señor; dichoso el que se acoge a Él” (Sal 34,9). Quien lo ha experimentado en su vida lo repite y lo transmite; los que convivieron y trataron a Jesús -y el Evangelio está lleno de testigos- vieron en Él el rostro de Dios, y oyeron de su propia voz cómo Dios era padre, era amor, era perdón, era pura misericordia. En la parábola evangélica de hoy el protagonista es el Padre, y Jesús descubre su corazón: misericordioso (hasta rebosar), generoso (no regatea nada a sus hijos), paciente (no se cansa de esperar), respetuoso (con el proceso de maduración de cada uno), creador (no sólo perdona y olvida, sino que renueva y recrea), alegre (se estremece de gozo con la vuelta del hijo, corre, salta a su cuello, y se desborda en regalos, fiesta y banquete)… ¿Cómo es que todavía algunos puedan seguir confundiendo a Dios -el Amor en mayúsculas- con un opresor y duro legislador, o un enemigo del hombre?
Una de las cosas más bellas de ser cristiano -o intentar serlo- es descubrir cómo en la Iglesia somos ayudados a reconocer nuestra culpa, cómo se nos invita a asumir nuestra condición de criaturas falibles, pecadoras, y cómo se nos otorga gratis el perdón de Dios. Una de las verdades que anima nuestra fe es saber que Dios no sólo es proclive a la misericordia y al perdón, sino que además “se goza en perdonar”. Pecado y Gracia, reconocimiento de culpa y perdón, siempre van unidas; y siempre es mayor la segunda: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia” (Rom 5, 20).
San Pablo nos dice hoy: “Dios, por medio de Cristo nos reconcilió consigo… sin tomar cuenta de nuestros pecados”. En consecuencia, nos exhorta: “Reconciliaos con Dios”. Y es que “Dios no desprecia un corazón contrito y humillado, sino que lo sana y venda sus heridas” (Sal 147, 3). Nos está esperando para el abrazo…
¡Podemos volver a casa en cualquier momento! Nos esperan.
¡Qué pena que tantos hermanos nuestros permanezcan ciegos o sordos, y vivan como si no tuvieran un hogar! ¿Por qué no se lo volvemos a repetir? ¿Te “apuntas” tú a esta maravillosa tarea de anuncio?
27-marzo-2022