Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

HOSPITALIDAD

Imagen del autor
Compartir

¿Cabe en nuestra cultura la hospitalidad? Antiguamente al peregrino se le ofrecía mesa y techo; las puertas de las casas estaban siempre abiertas, los pequeños pueblos o aldeas eran lugares acogedores del turista, del peregrino, del caminante. Se le ofrecía lo mejor que se tenía. Todavía cuando alguien realiza el Camino de Santiago descubre que no se ha olvidado la hospitalidad. Pero, ¿qué pasa en las grandes urbes, en las ciudades industriales…? Hay miedos, temores, recelos hacia el que llama a la puerta. Se atiende desde el telefonillo, las frases son cortantes. No tenemos tiempo para escuchar.

Y es que la verdadera hospitalidad no consiste en dar una limosna o incluso ofrecer fríamente un plato de comida, o un bocadillo y un techo pasajero, sino en recibir al huésped como un don para mí, acogerlo por lo que es, servirlo de corazón. ¡Qué lejos está nuestra cultura moderna de estos valores y virtudes! ¡Y todo eso, sin mencionar al “extranjero”!

“Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”, suplica el anciano Abraham en una maravillosa y sugerente oración, que invito al lector a repetir. Dios pasa a cada momento por nuestra vida ofreciéndose e invitándose a cenar a nuestra casa, como hizo con Zaqueo (Lc 19,1-10), o como nos describe el apóstol San Juan en el Apocalipsis (“Estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre entraré y haré morada en él”). Abraham reconoció en aquellos tres viajeros a Dios y lo que comenzó con un poco de agua y un bocado de pan acabó convirtiéndose en un banquete suculento; y Dios no se detuvo en balde junto a la tienda del Patriarca: “Dentro de un año… tu mujer Sara tendrá un hijo”: la estéril, y anciana, convertida en madre. Dios, que no se deja ganar en hospitalidad y amor, produce la fecundidad de un vientre seco.

También en verano el Señor se hace el encontradizo y quiere entrar en nuestra casa para hospedarse. Abraham, Marta, María… y tantos otros acogieron al Señor, cada uno a su estilo y en su ambiente, y recibieron -al abrir su corazón al Señor- el mejor de los regalos: el secreto de la vida. Y para acoger es imprescindible la escucha, como lo supo hacer María, la hermana de Lázaro, en Betania. La escucha silenciosa y sin prisas de la Palabra es el camino para poder sumergirse en el ajetreo, no de la propia voluntad que acaba quemando personas, sino de la voluntad de Dios que resucita. El servicio desinteresado y generoso a los demás brota de la intimidad con el Señor. Si no es así acaba desvirtuándose entre protestas y envidias (como le pasaba a Marta, la otra hermana), y… cansa, y agota, y destruye. “No pases de largo, Señor”. ¡Señor, quiero detenerme en Ti, para ir después a mis hermanos los hombres!

Nuestra cultura, nuestra sociedad de hoy, necesita pasar del ruido a la escucha silenciosa y serena, y de la hostilidad a la hospitalidad. El cristiano, hoy, está llamado a construir una sociedad fundamentada en la caridad, donde no existan puertas cerradas ni fronteras. Ya las destruyó el Señor con su Encarnación.

Luis Emilio Pascual Molina
Capellán de la Cofradía de Jesús
Domingo XVI del Tiempo Ordinario – Ciclo C
17-julio-2022