Origen e historia

La imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno constituye un hito en el desarrollo de la iconografía sagrada en el antiguo Reino de Murcia. Configurado como escultura de vestir a partir de una testa precedente (presumiblemente de un Ecce Homo o un Cristo a la Columna) el entallador Juan de Aguilera procedió, en 1600, a adaptarla a su nueva función religiosa a través de la realización de la estructura interna que facilitase su atavío. El modelo hubo de tomarse de fuentes plásticas del Renacimiento italiano del que parte la conformación general de sus extremidades y la dimensión estructural interna de su candelero. Desligada la hechura del acompañamiento consustancial de sayones y otros secundarios propios de las versiones precedentes (relieves o pinturas) para retablos, la individualidad y rotundidad gestual empleada lo constituyó en impactante modelo visual.

Ejecutadas estas transformaciones en pleno apogeo iconográfico del Nazareno procesional hispánico, el resultado procura un resultado devocional inequívoco que lo segrega de la producción naturalista coetánea. Es por ello que nada de los tipos de Pablo de Rojas (autor del modelo referencial de la localidad de Priego de Córdoba) o los maestros, aún manieristas, sevillanos abunde en la constitución del modelo levantino por excelencia. Provisto finalmente por la Cruz, finalizada por Antonio Vernox, y dispuesto sobre las andas, la efigie se constituye como prototipo genuino elaborado con la intencionalidad narrativa de la interpelación secreta en su capilla. A resultas de ello deriva el presto fervor devocional encendido en la ciudad de cuyas gentes, de ciudad y campo, pronto sería sagrado protector y paladión frecuentado ante epidemias y sequías acuciantes.   

Fue el pintor Melchor de Medina quien, en aquel mismo año, dotó de su característica encarnadura marfileña el semblante del Redentor. A la labor de este autor se debe, pues, la característica impronta inquisitiva de su mirada que, junto al marcado giro lateral de la cabeza, caracterizan su presencia en iglesia y calle. Este potente quiebro permitía la fuga de su aguzada visión en busca de los fieles fomentando la interioridad de la plegaria suscitada a sus plantas: misterio y fuente, con el andar de los años, de no pocos encuentros místicos (cual los protagonizados por la madre agustina Juana de la Encarnación). Dicha potencia integradora procuraba la cercanía del fiel que, ante la persistencia del carácter portentoso de la imagen, obligaría restringir el área contemplativa; obligando con la apertura del nuevo templo a la restricción del suelo privilegiado en el perímetro de su capilla.

Constitutivo también de su puesta en escena es la presencia de sobrepuestos: túnica morada, larga cabellera natural, corona de espinas dorada (símbolo del sentido regio de su atavío), cíngulo, ahogadores (todos ellos de rico hilo de oro) y los característicos almohadones a sus plantas. Impronta que se ha preservado, como reliquia, procurando enaltecer simbólicamente su presencia con la persistente adición de nuevas túnicas ricamente bordadas o las sucesivas cruces que, a cual más lujosa, han venido a engrandecer su presencia ante los fieles. Únicamente en el siglo XVIII el escultor Francisco Salzillo, devoto mayordomo de la cofradía, debió realizar nuevos juegos de pies y manos que, sin alterar la compostura del prototipo tardo-manierista, le dotó de la necesaria prestancia artística. Eso sí, sin prescindir de las características bendiciones que, con todo, subsistieron hasta alrededor de 1830.